Gárgolas insomnes

Enero 31 de 2009

13-31

Puerto Escondido, municipio de San Pedro Mixtepec, estado de Oaxaca. Martes 13 de enero. Del aeropuerto voy a la casa de los búngalos en donde me hospedaré durante una semana o dos, y de allí a la playa Bacocho. Aunque la fecha es de mal agüero, además de agradecer que no se cayera el avión, me doy por bien recibido, pues a lo largo de un kilómetro frente al mar abierto no hay más que tres muchachas acostadas en toples de cara al sol. No es una playa nudista, sino un simple desierto, que no deja de serlo con mi llegada, ni siquiera sentándome cerca, pues finjo indiferencia, soy discreto; ellas también se muestran indiferentes a mi presencia; las tres son muy apetecibles y supongo que extranjeras. Un vendedor se aproxima desde lejos, y una de las chavas se pone el sostén, otra se acuesta boca abajo y la tercera esconde los senos en ovillo. Cuando el vendedor se aleja, vuelven a descubrirse. La escena se repite con pocas variaciones cada vez que alguien se acerca. Fantástico. Una de mis fantasías infantiles era hacerme invisible donde las mujeres se desnudaran; esa fantasía es realidad ahora que también dejé atrás mis acapulqueñas épocas de "pitoloco" adolescente.

De Bacocho voy en coche a Carrizalillo; bajo por las escaleras que, no sin dificultades para la gente sedentaria, comunican al fraccionamiento con la playa del mismo nombre, en donde el ambiente es mucho más familiar que en la anterior, por su oleaje moderado. Las escaleras llegan justo al centro de la playa, que dibuja la cabeza de un hipopótamo de perfil. Los puestos están concesionados a familias sumamente sucias que cobran cinco pesos por usar las letrinas o por un vaso con hielo. Del lado derecho frente al mar hay una pequeña brecha que desemboca en una playa minúscula, donde una que otra persona pesca y una que otra caga; en el lado izquierdo me detengo a observar los diminutos caracoles con patas de cangrejo que habitan la arena, y descubro unas escaleras ocultas detrás de matorrales y rocas; para llegar a ellas hay que atravesar agachado un breve túnel, o escalar una roca de un metro y medio de altura junto a otras contra las que se rompen las olas. De piedra, como la entrada conocida, estas escaleras llegan a un puente de madera cubierta de chapopote con una puerta inútil y absurda, negra también, en la que un letrero advierte: "Los baños no son públicos". Del otro lado del puente, las escaleras llegan al hotel Villas Carrizalillo, que tiene un mirador privilegiadísimo hacia la playa, el mar, el crepúsculo rojo como ensangrentada muerte del día, y el monte peninsular que separa a Carrizalillo de Bacocho. Su restaurante, Los Tugas, es una gran terraza con la mejor vista. Fascinado, tomo todas las fotos que puedo antes de que se meta el sol. Cuando entro al restaurante, una mujer me dice que no puedo estar allí con el torso desnudo. "Solo voy a tomar una foto", le digo, y ella accede. Al salir, una muchacha morena de cara redonda me sonríe, sus ojos destellan, sus hombros se encojen con gracia; me parece que es demasiado joven para estar detrás de la barra del restaurante; horas después llegaré a la conclusión de que esa muchacha es el ser más hermoso que he visto en mi vida y yo soy el hombre más solo del mundo. Este puerto ha causado una mutación sustancial en mi energía; la magia del hotel a media luz es especialmente cautivadora; su encanto es simplemente indescriptible. Y ésta será mi ruta siempre que regrese de noche, porque además la subida es menos prolongada. Lo único malo es el contraste entre el hotel y el camino que lo comunica con el fraccionamiento y el Bulevar Benito Juárez, un camino de tierra, desolado y oscuro, que pasa junto a unos contenedores de basura sin tapadera. Ni modo; esos contenedores están en la esquina donde coinciden los dos caminos, el de cemento y el de tierra. La fascinante atmósfera que puebla esta ruta desde la playa hasta la salida del hotel -pasaje de serenidad y limpieza- vale la pena del camino terroso, más aún al saber que aquí no hay ladrones, ni miedo a ladrones, que suele ser peor que los ladrones, sino ladradores miedosos...

Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón

Escenas de la vida en la Playa de los Muertos

Zipolite, municipio de San Pedro Pochutla, Oaxaca. Sábado 24 de enero. Luego de recorrer los hoteles agrupados frente a la playa, tomo un cuarto con baño por 150 pesos la noche; los que tienen vista al mar en el mismo hotel cuestan 250 por noche y no hay ni uno libre; los que no tienen baño ni vista al mar cuestan cien pesos y también están ocupados todos. Supongo que en "temporadas altas", los turistas saturan estos hoteles y hay quienes duermen en hamaca bajo una palapa o acostados en la playa; supongo que tampoco faltan quienes lo hacen en sus camionetas. Al ocupar el último cuarto disponible con baño por ese precio, tengo la sensación de que soy el único mexicano aquí, mientras que en el hotel de junto ocurre un fenómeno inquietante: la concurrencia femenina de belleza y juventud como si fuera resultado de un proceso selectivo; parece un congreso casual de pieles rojas extranjeras, incluyendo a la dueña. Ya nos veremos en la playa, piensa mi otro yo cuando algo hace que descarte pasar la noche allí, quizá la incomodidad, la insalubridad, la música a todo volumen y los perros.

Los hoteles en general, al menos los que recorrí, son rústicos, de madera cuanto puede ser de madera, tipo hostal, con sus baños colectivos, sus ventiladores y una austeridad agradable, pero finalmente cara, valga la paradoja, porque hasta el jabón hay que comprarlo; hay que desayunar, comer y cenar en la calle, porque obviamente no hay refrigerador aquí, si acaso hay una mesa y una silla. Lo indispensable para pasar la noche, decía, se reduce a una hamaca bajo la palapa, o la arena de la playa junto a una fogata, borrachera mediante, para l@s que no tienen nada que les roben. La renta de una hamaca está entre veinte y cincuenta pesos por noche, según me dicen, aunque nunca lo confirmo.

Al pagar en el hotel por adelantado y por error, me quedo con menos de 40 pesos; pregunto en dónde hay un cajero automático de Bancomer, y caigo en la cuenta de otro error: uno anterior en mi cálculo de la modernidad, según el cual no habría internet público en Zipolite, pero seguramente habría un cajero. Solo en el corredor comercial de Piedra Blanca, también llamado adoquín o adoquinado, hay unos cinco puestos de internet público, pero la sucursal de Bancomer más cercana está en Puerto Ángel. Me dicen que llego en veinte minutos caminando, a riesgo de que siga descompuesto el cajero, como ayer, y tenga que viajar hasta Huatulco. Para conservar el escaso dinero, decido caminar; para hacerlo a paso rápido, salgo a la carretera en tenis (la otra vía es por los dos kilómetros y medio de playa). Camino de subida con la mochila y el sol a cuestas veinte minutos y pregunto: ¿Falta mucho para Puerto Ángel? "Aquí a veinte minutos", me contestan. Camino otros veinte minutos y pregunto de nuevo: ¿Falta mucho para Puerto Ángel? "Aquí a veinte minutos", me dicen otra vez. Camino veinte minutos más y pregunto, bañado en sudor: ¿Falta mucho para Puerto Ángel? "Aquí a cinco minutos". Llego al cabo de una hora, y el cajero, que no mide ni siquiera dos metros cuadrados, funciona perfectamente. El taxi colectivo, con sus paradas y pequeñas desviaciones, hace diez minutos de regreso, quizá menos, y me cobra seis pesos. Ni hablar, piensa mi otro yo; la tacañería también es costosa.

Para llegar a Zipolite había tomado un camión en la terminal de Cristóbal Colón que, por treinta pesos, me dejó en el crucero de San Antonio, donde hay un sitio de taxis que llevan a los incautos a la playa por cien pesos, los cuales rebajan hasta setenta, mientras que unas camionetas en las que se viaja sentado sobre una tabla van y vienen de Piedra Blanca y cobran seis pesos por persona.

Una vez liberado de mi preocupación por el dinero, así como del peso inútil que suelo cargar por manía y que solo hace más largos los caminos, recorro la playa, y lo primero que alerta mis sentidos son unos helicópteros minimalistas de los cuales cuelga una persona sentada; su presencia irrumpe en el aire, y los perros corren con deportiva energía como para medir su velocidad con la del ruidoso aparato. Luego me percato de que las mujeres totalmente desnudas tienen el pubis rasurado y no son jóvenes; las jóvenes se asolean en tanga. Vaya contrariedad. Una excepción llama sutilmente mi atención; se trata de una mujer otoñal, muy alta, delgada y atlética, porte de privilegio que no disminuye con la edad; sus rasgos faciales son idénticos a los de una actriz inglesa, anciana y obesa (por eso no digo su nombre); nuestro intercambio de miradas es tan discreto que no me dice nada, pero su aura de soledad placentera que desea ser compartida me transmite ese mensaje y la certeza de ser el único destinatario por el momento.

Cuando termino de recorrer la playa, empieza a oscurecer. El aire que respiro parece limpiar mis pulmones y demás vías respiratorias, así como renovar mis fuerzas. Después de años haciendo ejercicio de noche, ahora sé que, entre otras cosas, esta es una de las menos indicadas para quienes padecemos de insomnio, pero la situación es propicia y hago entonces una de mis rutinas terapéuticas. Oscurece absolutamente. La noche no tiene luna. Algo me dice que la situación es propicia también para los ladrones, violadores, asesinos y dementes que hacen abdominales y lagartijas con los puños en la arena después de caminar una hora cuesta arriba y otra más junto al mar. Los hoteles y restaurantes que dan a la playa, lo mismo que las casas, prenden sus luces. Me acerco para regresar por la orilla iluminada, pero la arena seca entorpece mis pasos y me siento además observado. Regreso mejor a la orilla húmeda y corro descalzo en medio de la oscuridad. Las olas trazan un delgado hilo que me guía en el camino de regreso al otro extremo de la playa. La arena que piso es una superficie sólida porque al anochecer baja la marea y el repliegue del mar la deja "apisonada". ¡Ah, piso! Nada mejor para correr descalzo. Todo hace de la ocasión una experiencia rejuvenecedora. Me parece flotar a través del espacio.

A lo lejos, distingo los hoteles contiguos por sus luces; el mío es el único blanco. Más adelante han prendido las antorchas encima de las rocas, también en hilera, que dividen la playa y permiten que un hotel se apropie de una parte. Cuando arribo, me asalta un pensamiento lapidario de rencor inoportuno y anacrónico (¿hay rencor que no lo sea?): "Si Jaramar era una isla en medio de un mar de miseria humana, subió la marea y se la tragó".

Después de bañarme por segunda vez en el día, como hago desde que llegué a Puerto Escondido, busco un puesto de internet público en donde haya entrada para la memoria de la cámara fotográfica y quemador; lo encuentro a la primera, pero no tiene discos compactos, así que empiezo a perder el tiempo buscando en donde comprar uno. En la búsqueda me reencuentro con la mujer otoñal de cabello cortísimo entre blanco y gris, también bañada y sentada a las afueras de un restaurante con mesas en el adoquín; el azul intenso de su intensa mirada pasa por encima de una vela encendida y me dice con apremiante claridad: "Mi soledad momentánea es una oportunidad para ti". El arte de la seducción está en el lenguaje corporal que resume después una mirada, antes de que los labios y la lengua pierdan la cabeza (Joaquín Sabina dixit). Mi actitud le responde que, sin lugar a dudas, es una mujer hermosa, pero ahora mis urgencias, a diferencia suya, son otras. Al parecer, es un caso típico de señoras que viajan en busca de un romance con alguien comparativamente joven, aunque nunca deje de ser un desconocido. Lo único atípico en este caso es que se trata de una señora muy guapa, hecho que no obsta para que yo prefiera la juventud, así que sigo buscando un pinche disco compacto que grabe imágenes.

Por haber calculado mal la modernidad, no traigo el disco al que había mudado mis fotos cada vez que llenaban la memoria de la cámara; en todo el adoquinado no hallo en donde comprar otro, pero hallo en cambio un bar de noche y restaurante de día que se llama Buenvento; bajo su palapa toca un grupo demasiado bueno para tener un público tan reducido, así sea cosmopolita; el dueño del lugar, un italiano moreno, quizá de mi edad, recibe a los clientes en la entrada, desde donde escucho al grupo, de nombre Colectivo Casa Verde, hasta que termina la canción ("Ahora te encuentras... Fuerte, libre, mágico"); me voy de allí porque el vacío del estómago está llenándose de ruidos, y había decidido cenar una ensalada de espinaca y manzana con nuez moscada y queso azul en un restaurante con mesas en el adoquín, antes de volver a la playa en busca de una lunada.

El ambiente nocturno en Piedra Blanca tiene algo de fascinante; la circulación es prácticamente peatonal; a un lado del adoquinado están los restaurantes con mesas en la calle y unos cuantos establecimientos como los de internet y algunas tiendas; la acera opuesta es una banqueta en donde se sientan los "vagos" a beber cerveza entre puestos de artesanías en el suelo (Coyoacán en el exilio). Por ser sábado, algunas lugareñas adolescentes que van de fiesta a "la disco" o una palapa, antes pasean por aquí su morena sensualidad vestida con frescura y ligereza, con provocativa economía de tela, minifaldas holgadas y amplísimos escotes de pecho y espalda; en algunos casos, ese arreglo de noche resulta más excitante que la desnudez bajo el sol.

Luego de la cena, camino de nuevo por la playa y no hallo más que oscuridad. Si no hay luna, tampoco lunada y, no obstante la oferta femenina, mi demanda es descansar. Ha de ser la edad. Me acuesto a las 23:30 y tardo media hora en dormir.

Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón

Serpientes y escaleras

Puerto Escondido, Mixtepec, Oaxaca. Sábado 31 de enero. Me acuesto boca arriba en la playa a las 17:30 horas y descubro la luna en cuarto creciente a pleno sol; más bien se ha descubierto ella. ¿Desde cuándo estás allí? Desde el miércoles 28 de enero, día que la veo por primera vez, se asoma cuando el sol todavía no se mete al mar y cada vez más temprano y más cerca de Venus. La playa Carrizalillo, donde hago ejercicio diario por ser "la de casa", es cada día más pequeña, lo mismo que sus escarpadas y prolongadas escaleras, no aptas para cardíacos, artríticos ni obesos, cuadrada serpiente de piedra que antes subía yo en cuatro minutos y ahora lo hago en dos y medio. También el olor a gasolina está disminuyendo, al menos aquí y en el fraccionamiento más cercano, que es homónimo, así como en el corredor comercial del Bulevar Benito Juárez, que separa al primero del fraccionamiento Rinconada, en donde me alojo.

Por desproporcionado que suene, las lanchas de motor apestan el mar, que escupe la contaminación a las playas y rocas, y las lava, pero la vocación contaminante de la gente puede más que la naturaleza sin adjetivos, y corrompe al mundo. La Playa Principal es el estacionamiento de las lanchas y, en consecuencia, es la más contaminada; su "laguna" es un gran charco de agua pestilente en donde desemboca el canal de desagüe.

Además de las personas que nadan o bucean (snorkel es el nombre que dan los folletos turísticos al deporte intermedio), nadie más que yo hace ejercicio en Carrizalillo, salvo excepciones. En la vecina playa Bacocho, frente al mar abierto, hay caminantes, pero ningún corredor, a diferencia de Zipolite, donde se respira otro aire y abundan los corredores que hacen lagartijas en la arena (como yo) después de la carrera. La diferencia está en que Puerto Escondido es una villa de pescadores y las lanchas no tienen regulación alguna, mientras que Zipolite, a una hora en camión, es una playa nudista con su rincón gay detrás de las rocas en uno de los extremos; en el otro extremo, detrás de las rocas hay más rocas, y no es recomendable nadar allí; está prohibido, pero no hay nadie que vigile, ni policías ni salvavidas, solamente letreros y banderas: roja para el alto riesgo, amarilla para la precaución -como un semáforo- y verde para nadar sin peligro. La arena es mucho más suave que en Puerto Escondido, una de cuyas playas, al otro extremo de Bacocho, es Zicatela, también frente al mar abierto y todavía más extensa, en donde las enormes olas son propicias para surfear. Por lo visto, en Zicatela existe cierto maridaje entre el surfismo y un derivado bastardo del rastafari. Por lo demás, esta playa es mundialmente famosa, como Zipolite, y sumamente insegura, como Zipolite.

Una pareja francesa con la que he coincidido tanto en el avión como en el hotel y otros lugares dice que Zicatela tenía una palapa con música viva durante la noche hace un año, y ahora tiene diez; por eso vino a Rinconada, porque en Zicatela no podía dormir.

Zipolite, por su parte, está entre Puerto Ángel y Mazunte, cuyo principal atractivo turístico es la marihuana en abundancia, así como el Centro Mexicano de la Tortuga, popularmente llamado Museo de las Tortugas; en Mazunte la onda es más hippie que rasta...

Escultura viviente al atardecer. Foto: Iván Rincón

Cuandu derripenchi, un oscurecimentu...

Zipolite (Playa de los Muertos), Pochutla, Oaxaca. Domingo 25 de enero. Tengo un sueño inconfesable de violencia que suelo contener, pero que se desborda en ocasiones. Despierto en la total oscuridad y me levanto a orinar; vuelvo a la cama creyendo que todavía no amanece y advierto que no podré dormir más; veo la hora y descubro sorprendido que son las 8:15; casi un milagro para mí. El cuarto no tiene cortinas, sino ventanas de madera que impiden el paso de la luz, pero no el de las horas. Me baño, desayuno y, donde termina el adoquinado, encuentro un puesto de internet en apariencia lujoso; tiene discos a la venta y máquinas con quemador y entrada para la memoria de la cámara, pero el dueño controla todo, inclusive a su empleada; es déspota, prepotente, soberbio, imbécil, deshonesto y de una lentitud exasperante; además fuma dentro de su propio local; el hijo de la chingada copia mis fotos en su computadora y, mientras reviso que estén en el disco compacto antes de que las borre de la memoria, atiende a otra persona, controla sus llamadas a Italia y le cobra de más; veinte minutos después, termina el trabajo que yo habría hecho en un minuto o dos y me cobra el doble de lo que me habría cobrado su antítesis en el primer puesto de la noche anterior. Por fumar en un lugar público, cerrado y lleno de gente, será clausurado su negocio, me propongo a cambio de la golpiza que puedo y quizá deba darle de propina, pero en seguida olvido el asunto, hasta ahora que escribo esta crónica rencorosa de la intrascendencia.

El cuarto que ocupo vence a las doce, pero el hotel cuenta con otro cuarto para que uno deje allí su equipaje y lo recoja al volver de la playa. Los encargados del hotel -no creo que sean los dueños- muestran plena confianza en que nadie se robará nada; extraña actitud, tratándose de un poblado tan inseguro. Dejo pues mis cosas y vuelvo a recorrer la playa de un extremo a otro y de regreso, esta vez con una toalla y la cámara, nada más. El calor de la arena es insoportable; quienes andamos descalzos hemos de correr hasta donde se acerca y aleja el mar. Entre las dos hileras de rocas hay una bandera roja; entre la última hilera y el monte podría haber una bandera de colores, pues allí se encuentran varios hombres homosexuales, un grupo de mujeres nativas y niños pequeños, una pareja heterosexual y yo; ninguna lesbiana.

Hacia la mitad del camino desde cualquiera de los dos extremos hay banderas amarillas. La playa tiene forma de media luna y, precisamente a la mitad, hay una bandera verde; cuatro hombres en trajes de baño y una mujer en ropa de calle, abordan, cámara en mano, a los caminantes desnudos; delante mío, un extranjero cincuentón, alto y musculoso, les contesta que no con la mano; en mi turno, un mexicano afeminado aduce que su amiga quiere tomarse una foto conmigo; le respondo que sí, pero con mi cámara; los cuatro hombres se quedan literalmente de a cuatro; le doy mi cámara al afeminado, que nos toma dos fotos; "Ahora con esta", dice, y prepara su cámara, pero lo detengo a tiempo: "¡No, con esa no!"; los cuatro vuelven a quedarse de a cuatro, y continúo mi caminata de espaldas al sol para darle algo de color a las nalgas.

De regreso en Puerto Escondido, tendré calentura; toda la franja que habitualmente cubre el traje de baño está roja como un jitomate, y caliente como la cajuela de un coche bajo el sol; días después, se despellejará... Todavía en Zipolite, observo que, desde un punto de vista arquitectónico, esta playa es fea, por no decir horrible, "un bodrio de urbanización" (Sabina forever); en el camino al hotel, ahora de cara al sol, recuerdo como una premonición tragicómica la canción de Les Luthiers: "Tenía quemado tudo / de la proa hasta la popa / que ni siquiera desnudo / podía aguantar a ropa. ¡Maldita sea la playa! ¡Maldito sol asesino! Perdí piel, perdí garota, perdí otras cosas mil. La, la, la, la, la, la, la".

Mientras tanto, la mujer otoñal espera desde temprano el reencuentro conmigo, esta vez en la Playa del Amor, pero yo ignoro ese hecho, así me lo haya dicho su intensa mirada la noche anterior, pues ignoro inclusive la existencia de una Playa del Amor; ahora entiendo que no entendí una parte del mensaje que me trasmitía; si nos hubiéramos reencontrado allí, la historia sería otra, pero esta crónica sería la misma, pues nunca escribo ni mucho menos hago públicos mis romances, a no ser los de rimas asonantes, como la que acabas de leer.

Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón

Conclusión: pinche gente

Puerto Escondido, Oaxaca. Martes 27 de enero en la noche. Si alguna vez coincide un romance con la fortuna material en mi vida, regresaré a vivir esa feliz coincidencia en Villas Carrizalillo, decido al salir de allí; a ver si para entonces ya pavimentaron el acceso en coche; por lo pronto, hay que atravesar la penumbra sobre terracería. La gente previsora, si camina por estos rumbos, lo hace linterna en mano.

Al pasar junto a los contenedores de basura, su hedor se hace uno con el humo de marihuana que alguien fuma en la oscuridad del camino encementado hacia las escaleras que bajan a la playa. La confusión olfática me altera y, por un instante, asocio esta mezcla de tufos con el de la basura que algunas personas queman, generalmente al anochecer. En realidad son unos cuantos, pero esos cuantos envenenan todo el puerto y nadie más hace nada al respecto, aparte de respirar una contaminación concentrada que hiede parecido al vaho de la mota porque se trata de hojas y ramas, entre otras cosas, como hule y plástico. Así fuera una sola persona quien quemara la basura, sería mucha gente, pero además es suficiente para que una práctica tan criminal como esa sea considerada costumbre y, en consecuencia, las autoridades la permitan, como también permiten que las lanchas apesten el mar y, por extensión, toda la costera.

Puerto Escondido es un paraíso infestado; la gente es una plaga... Con esa confirmación amarga del desprecio que anhela soledades o romances improbables, llego al corredor comercial del Bulevar Benito Juárez; su ambiente no es menos estresante que saberme visto desde la más negra oscuridad por gente drogadicta, o sentirme agredido por contaminación en masa, pues tengo que hacer una escala en el único local con internet público, donde ven televisión en dos grandes pantallas y la oyen a todo volumen, a veces dos canales simultáneos, y los embrutecidos clientes fuman y gritan durante un partido de futbol gringo, importándoles un carajo que los demás no estemos en su onda. ¡Pinche gente!

Comienzo a relajarme cuando camino por el corredor vacío; excluyendo el hostal, cuyas habitaciones cuestan cien pesos por noche, todo es más o menos caro aquí; en el depósito de cerveza, que aparenta ser el negocio más pinchurriento, me cobraron cinco pesos por una llamada local... Pinche gente.

Poblado por diversas plantas y faroles esféricos, el camellón de la avenida es muy angosto, no peatonal; subo por la calle Barracudas, que más adelante se quiebra y cambia de nombre por el de Cuilapan, notable salvedad en tanto que las calles del fraccionamiento Rinconada tienen nombres de animales marinos. De los almendros caen sus frutos, como para descalabrar a cualquiera y para consuelo de Newton; en algunos hay ardillas; en los terrenos baldíos hay armadillos, iguanas, lagartijas... hacia el final de la calle hay perros, que son una pesadilla para quienes padecemos de insomnio; solo en una casa tienen seis perros seis. Lo bueno es que mi hotel se llama Casa Serenidad. Lo malo es que los huéspedes mexicanos se comen lo que haya en el refrigerador, aunque no sea de ellos, cosa que los extranjeros nunca hacen. ¡Qué vergüenza! Pinche gente, me recuerda la época en que viví en casa de mi abuela paterna; pinche época; pinche familia; pinche gente.

Con excepciones como la pareja francesa que vino de Zicatela, o mi efímera compañera en el camino a Zipolite, una argentina de 23 años que viajaba sola, se hospedaba en el hostal, bajó de la camioneta en Mazunte y me daría mucho gusto encontrar de nuevo, la gente en general es una peste; hay que volver a esconder este puerto; hay que volver...

[] Iván Rincón 10:19 PM

Escultura viviente en Zipolite. Foto: Iván Rincón Escultura viviente en Zipolite. Foto: Iván Rincón Escultura viviente en Zipolite. Foto: Iván Rincón

Diciembre 31 de 2008

En el segundo texto con Jaramar como pretexto, hice una evocación de Amparo Ochoa en el Museo Universitario del Chopo y, al día siguiente, desperté con tres versos en la mente: "Parecía sonreírme, como queriendo decirme: Mira, estoy lleno de nidos". Había pasado mucho tiempo
-imposible saber cuánto- desde la última vez que escuché esa canción, pero la memoria completó su letra bajo la regadera y supe que asociaba el recuerdo adolescente de aquel concierto en el Museo del Chopo con una exposición de "cartones" que tuvo lugar también allí a propósito de los árboles, quizá de la ciudad y quizás en su defensa (de los árboles, obviamente, y, en consecuencia, de la ciudad). En uno de los "cartones", alguien mataba a un árbol y otra persona le decía: "Te voy a acusar con Alberto Cortez".

El concierto de Amparo Ochoa y la exposición de "cartones" ocurrieron durante la época en que Los Hermanos Rincón se presentaban cada semana en el Museo del Chopo y yo era su tramoyista, pues no había nadie mejor en la familia para trepar a los árboles. Del concierto no escuché más que el final, cuando Radio UNAM dejó de transmitirlo o grabarlo, y siguieron entonces Los Rincón.

Alguna vez transcribí en mi primera adolescencia la nostálgica letra de «Mi árbol y yo» para aprender a rimar con esa estructura (antes de conocer y reconocer la maestría de Serrat) y, al hacerlo, dejé para siempre allí la cacofónica extensión de sus estrofas con versos octosílabos, entre los recuerdos estáticos, dormidos como aparente acumulación de olvido, que de pronto emergen del pasado al presente con sorprendente claridad... pero la disección mental del mencionado "cartón" parece más bien aleatoria, por no decir un delirio. Para empezar, aunque la exposición reunía el trabajo de varios autores, ese "cartón" es el único del que guardo memoria. Como un trauma en miniatura o invertido, quizá me impresionó que una idea de caricatura fuera tan asombrosamente ñoña. Lo seguro es que, mientras escribía la serie de entregas que, a partir de Jaramar, tenía como último fin ventilar los factores (causas y causantes) de que yo perdiera este año, tampoco dejaba de pensar en otra gran pérdida: la de los árboles que, también este año, desaparecieron de las delegaciones políticas Benito Juárez y Coyoacán, por lo menos hasta donde he comprobado, pues es de suponer que los tentáculos de las mafias madereras se extienden a otras demarcaciones de la ciudad y quizá más allá. El que no sale de las entrañas del monstruo y difícilmente lo hace de las mismas delegaciones, como si tuviera un arraigo umbilical cada vez más atávico, soy yo.

En su momento, me tentó la idea de un paréntesis porque además recordé que Elena Poniatowska habla en algún texto sobre sus caminatas por esta ciudad y, entre otros lugares, se refiere a Portales o Portales Sur como una colonia de calles arboladas. No creo que la escritora haya vuelto a caminar por aquí durante el año que hoy termina en silencio a mi alrededor y en ausencia de olores a vida cercana; un año trágico para los árboles de la ciudad y, en consecuencia, para todos los habitantes, incluyendo a los depredadores. Si Poniatowska volviera a caminar por estas calles encontraría una triste diferencia con la imagen que de ellas guarde su memoria, quizá también mermada, pero sus palabras al respecto han de estar por allí tal como las escribió, lo mismo que un testimonio gráfico... Además de lo que he dicho por mi parte hasta colmar el hoyo sin fondo que es a veces la memoria, urge hacer un registro gráfico propio, pues todo parece indicar que el año próximo será igual o peor...

En su momento, sin embargo, preferí que todo siguiera girando alrededor de Jaramar, con la equivocada idea de que yo terminaría por procesar mi frustración (la de perder un año más, en el cual haber conocido personalmente a la cantante parecía lo mejor, si no es que lo único rescatable, parecer que también resultó un error) y los lectores de este blog descansarían de mi obsesión por el ecocidio, al menos mientras durara la tregua y mi obsesión por Jaramar. Con la frustración de no haber procesado frustración alguna, terminó la tregua y mi obsesión por Jaramar. El holocausto ecológico estaba suspendido en Benito Juárez, pero no en Coyoacán, donde nunca se detuvo y ha sido igual de implacable y brutal, o más. Hacia el final de este año, los asesinos de árboles en Benito Juárez, al menos en Portales Sur, volvieron a la acción, y ahora resulta que el principal autor intelectual de la barbarie defeña no se llama Germán de la Garza, como denunciábamos, sino Marcelo Ebrard, quien, ya encarrilado, planea la destrucción de los camellones arbolados en Doctor Vértiz para que pase también por allí el metrobús. Eso es apenas un rumor que ha llegado a mis oídos, mientras acumulo tirrias aquí, pero hay que estar alertas.

Por lo pronto, en Coyoacán, el ecocidio se pone a tono con las costumbres y tradiciones del lugar, como la de embarrar gomas de mascar en determinados árboles, particularmente dos en la calle Cuauhtémoc frente a Banorte y uno en Avenida Centenario frente a Bancomer. Además de saturar con chicles los troncos de esos árboles hasta impedir que respiren de principio a fin de año, la gente del tipo que hace eso como si fuera un chiste, una broma, un juego, tortura con electricidad a otros árboles rodeándolos de cables y foquitos que prenden y apagan en temporadas como la que afortunadamente está por terminar. El paroxismo y la apoteosis de esa cursilería sádica alcanza el Record Guinness de la imbecilidad masificada sobre Centenario, entre las calles Viena y Berlín, donde la masa de imbéciles se congrega conmovida por lo bonito que se ven los árboles con luz resplandeciente de tanta bondad como la demagogia de las canciones que tenemos que padecer también en estas fechas. No hay peor temporada para los árboles que navidad, ni peores meses para mí que septiembre y diciembre.

La misma subcultura o mentalidad infrahumana de quienes electrocutan a los árboles con luminosidad en abundancia y les cuelgan basura es la de quienes embarran sus chicles en árboles con chicles embadurnados, es decir, en donde alguien haya puesto el ejemplo, haya sentado un precedente, haya tenido la "idea", como si no fuera suficiente idiotez mascar chicles... ¿Por qué no se los pegan en la cabeza y los dejan allí para que algún otro ser de su especie diga "¡qué buena onda!" y pegue también su miasma ensalivada, su porquería salivosa, estulticia como consenso o epidemia?

En ciertas épocas del año, los microcéfalos se identifican y unen su masa encefálica en cantidades que, así alcancen la inmensidad de una metrópolis, no hacen un solo cerebro pensante. La masa idiota engenta Coyoacán en estos días para que la suma de su insignificancia tenga como resultado una insignificancia gigante.

Significativos son los casos de protestas aisladas, las pequeñas historias de luchas que sostiene gente de avanzadas edades, para vergüenza de los "jóvenes", en defensa de áreas verdes, árboles y palmeras, en los barrios donde han vivido siempre y ahora los depredadores en el poder "mejoran la imagen urbana" con destrucción ecológica a gran escala. Cuando no es Luz y Fuerza del Centro, son particulares aliados con las delegaciones políticas o el desgobierno de la ciudad... ciudad de la esperanza de respirar más oxígeno que plomo en el futuro próximo. Y todo en aras de un vil negocio, irracional en la medida que si acaso tiene algún cálculo es el de la ganancia económica inmediata.

¿Qué valor tiene, a fin de cuentas, la vida de un árbol? ¿Quién la valúa? ¿Sus asesinos? ¿Cuánto gana gente como Germán de la Garza por cada árbol que sus cómplices matan o mutilan? ¿Diez pesos? ¿Cien? ¿Qué hacen con los restos o despojos de un árbol muerto? ¿Qué provecho tienen? ¿Cuánto reditúan? ¿La destrucción ecológica tiene además un costo económico por el pago a los asesinos materiales, costo con cargo al erario, obviamente, o sea, dinero de nuestros impuestos? ¿No es posible denunciar legalmente el asesinato de un árbol, como quien denuncia el asesinato de una persona? ¿Dónde puedo levantar un acta por la muerte de árboles centenarios en manos de presuntas "autoridades"?

Como ven, mi obsesión con este asunto no disminuye. Por el contrario... Cuando escribo para exorcizar un rencor, aflora otro. Retoña, como en un árbol talado, que yo también soy y por eso no he podido salir de la ciudad, mi sepultura, en donde vivo enterrado, porque ya eché raíces, pero "después de todo he comprendido que lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado". Con esos versos de «Soneto», de Francisco Luis Bernárdez, tan célebres o más que los de Alberto Cortez y su propio autor, espero despertar en 2009.

[] Iván Rincón 11:01 PM

Diciembre 21 de 2008

Adiós a Jaramar

Tema seis (segunda parte)

«A flor de tierra» es una colección de lugares comunes que se acerca a la perfección técnica / musical por un camino distinto y distante al de «Travesía», y se queda tan atrás de su futuro paradigma que, por la inclusión de «Flor de azalea» en una segunda versión dentro del mismo disco, la distancia parece deliberada. Con dos o tres excepciones de canciones que no me gustan ni disgustan, y esa en particular que resulta una burla, el principal mérito de «A flor de tierra» es el aspecto arreglístico; ocho piezas con arreglos que hacen confundir el ingenio con la genialidad, cuando en realidad se trata de maestría, es una gran ganancia. En segundo lugar, la voz de Jaramar está en uno de sus mejores momentos; la técnica transmite la emoción o el sentimiento, a diferencia de «Que mis labios te nombren», que es una fallida segunda parte de «A flor de tierra», pero con música mexicana únicamente y exceso de tequila, supongo. En tercer lugar, para ser puros refritos, la elección del contenido en general es bastante afortunada; la belleza está casada en esta casa con la vitalidad energética y el ritmo energetizante... aunque alguien como yo, cuya memoria musical y afectiva relaciona la mayoría de las canciones con nombres como el de Soledad Bravo, tiene que aprender a escuchar el disco, para distinguir y apreciar cuanto aporte de original o novedoso (en la medida que se pueda hablar de originalidad y novedad en estos casos).

«A flor de tierra», decía, incluye dos versiones de «Flor de azalea», la más conocida en la voz de Jaramar, que es una hermosa versión y ha tenido mucho éxito, y otra que no pasa de ser una vacilada, como para "animar" una fiesta decadente, con un desarreglo de síntesis electrónica ("teclados" es un eufemismo de sintetizadores, y los demás instrumentos son "acompañantes", o sea, comparsas ignominiosas). Así como «La última palabra» en versión para putero barato me recordó «Las palmeras» cantada por Alberto Cortez en seguida de «Cuando tú te hayas ido» a capella, el divertimento bailable de «Flor de azalea» me recordó el desarreglo que alguien hizo de «Carmina Burana» en "onda disco", no más ni menos desafortunado. Supongo que la opción discordante de «Flor de azalea» es un mensaje cifrado, que no he descifrado porque soy abstemio y antisocial (detesto a los borrachos y no tolero sus babosadas).

El trabajo más representativo de Jaramar es también el mejor. Acorrientar «La última palabra» por diversión (al cabo los "tecos" la cantan botella en mano) o para hacerla accesible a un público bruto de por sí o embrutecido (como el que abunda en hi5), o agregar al repetitorio «La Martiniana» con la recurrente patraña de que "la mía es una versión muy personal", como las dos o tres sin pena ni gloria en «A flor de tierra», se aleja del espíritu primigenio que anima la carrera de Jaramar... o quizá la faceta que prefiero.

"¡Eso ya no se puede cambiar!", espetó Jaramar en la cara de su máximo admirador, que seguro lo era, tomando en cuenta la miseria de aplausos del miserable público en el Lunario del Auditorio Nacional y el Museo Diego Rivera Anahuacalli (en este último caso, quizás estaba cansado... pero yo no). "¿Dónde está Jaramar repartiendo besos?", preguntó Vicente Marcial, con demasiado entusiasmo para ser el único hombre monógamo que he conocido en toda mi vida; pero Jaramar no estaba repartiendo besos; estaba dando autógrafos displicentes con su habitual actitud de que al mal paso darle prisa. "Para Iván con cariño. Jaramar", escribió en el folleto del disco «Entre la pena y el gozo» y, por más que lo busco, no encuentro ningún cariño en su comportamiento ni en su economía de palabras ni en su caligrafía de receta médica. Mejor debería tener un sello que imprimiera: "Para_________con cariño. Jaramar", y llenar el espacio a mano.

«Entre la pena y el gozo» es el primer disco de Jaramar como solista. Compuesto en general por cantos anónimos sefardíes y textos virreinales con música de Alfredo Sánchez, se trata de algo muy singular, tanto por su excelente calidad como por la paradoja de que, siendo música antigua, suena sumamente novedosa y original, es decir, emerge del pasado a una época en que la música más conocida es efímera porque -valga la tautología- envejece bastante rápido. Aquí no hay ocurrencias ebrias ni autosabotajes por el estilo. Quizá por ser el primero, es un disco respetuoso y serio (no moral y correcto), acaso demasiado "culto" en términos comerciales porque al parecer no pretende popularizar nada, pero tampoco es solemne y mucho menos inaccesible por la densidad letrística. Al contrario, su actualizada sonoridad es vigorosa y rítmica, vigorizante... Falta saber ahora si los cantos sefardíes son realmente anónimos; con eso de que «La última palabra» es un "son tradicional", Andrés Henestrosa compuso la música de «La Martiniana» y hay que seguir esparciendo la especie porque la masa acrítica tiene más de cuarenta años creyéndolo, "a Chuchita la bolsearon" y, además, "¡eso ya no se puede cambiar!", pues entonces no sabe uno o, como quien dice, pues quién sabe.

La rara belleza de Jaramar en la portada, viéndola con detenimiento, resulta inquietante, aunque la expresión de su rostro es tan ambivalente como el título del disco. «Entre la pena y el gozo» también se distingue porque su nivel de audio, al menos en la copia que tengo, es inferior al de cualquier otro disco. El gozo valía la pena que sufrí en Gandhi, cuya casa matriz tiene los discos de Jaramar en la sección de ópera, con excepción de uno, que está en la de música mexicana, mientras que la sucursal de Coyoacán los pasó del new age a la "música electrónica". Le pregunté por escrito a la cantante si así era esa grabación originalmente, si había disminuido el nivel de audio con las reediciones o se trataba de un defecto, y me contestó que no sabía; tan simple como eso. No fue capaz de escuchar su propia copia. Ahora entiendo cómo hace para contestar a todos los admiradores que le escriben y por qué, en vez de responder y corresponder, contesta, y por qué ocurren los diálogos de sordos o intercambios de monólogos, y por qué tantas gracias por todo, y tanto abrazo, siempre que sea por escrito, nunca más allá de las palabras, salvo uno que otro para la foto. Ahora entiendo también que la indefinición en los horarios de sus presentaciones tiene la intención de que lleguen solamente los admiradores más devotos, los que están dispuestos a perder una o dos horas antes, y aun así, o quizá por eso, aplauden como desnutridos. Desde luego, paso de semejante devoción y paso de ambivalencias, desdoblamientos y dobleces. En estos años he padecido a demasiada gente ambigua (una sola persona es demasiada) y terminé conociéndola mejor que ella misma. En evidente contraste, si envío un abrazo por escrito es porque estoy dispuesto a darlo en persona, y espero la misma disposición de mis interlocutores... la misma autenticidad.

Por último, a pesar de todo, Jaramar tampoco merece estar entre el amor y el odio de nadie, ni que yo siga escribiendo a las cinco de la mañana; merece más bien ser tema pretérito, que doy por concluido en este momento, aunque no esté agotado y se queden palabras en el teclado, como siempre. Ella finalmente se ha librado de su admirador más obsesivo y rencoroso, como Radio Educación lo hizo con su oyente más "asiduo" y "acucioso". ¡Eso ya no se puede cambiar! ¡Al carajo entonces esta obsesión insomne y este rencor trasnochado!

[] Iván Rincón 11:56 PM

Diciembre 18 de 2008

Adiós a Jaramar

Tema seis (primera parte)

Para despedirnos de Jaramar haremos una mirada retrospectiva, tanto a la importancia de su trabajo en mi vida como a nuestra incipiente relación personal; empezaremos con «Diluvio», por ser el disco más reciente, y terminaremos con «Entre la pena y el gozo», el primero que grabó como solista, después de participar en los grupos Art Antiqua y Escalón.

«Diluvio» es especialmente importante para mí porque su realización coincide con el encuentro y el acercamiento entre Jaramar y yo en hi5, así como por las expectativas creadas con una bitácora del camino que siguió la creación y la producción del disco; desde su nombre, «Los Diarios del Diluvio» me hicieron sentir una profunda simpatía, para empezar, por la generosidad de compartir con el público la experiencia del proceso creador; en segundo lugar, los textos aprovecharon mejor que nadie -con talento utilitario- el "Diario" de hi5, una especie de blog en miniatura; por último, en lo personal, me cautivaron más por la sencillez del lenguaje que por su contenido; esa sencillez confirmaba la que parecía caracterizar a Jaramar como persona en nuestros intercambios escritos y viceversa, intercambios que me sorprendieron de entrada positivamente al hablar de una mujer accesible y abierta.

El hecho de que «Diluvio» sea el décimo disco de Jaramar como solista y el primero como compositora también lo hace importante. Finalmente, con el precedente de que algunos discos suyos («Travesía» y «Lenguas», en primer lugar) habían sido una compañía vitalísima en momentos de gran soledad, «Diluvio» resultó una obra maestra, que superó las expectativas creadas por «Los Diarios» (1). Además, asistí a su presentación "oficial", tengo un ejemplar en edición especial autografiado y he escrito bastante al respecto.

Por supuesto, «Diluvio» superó también al disco anterior, «Que mis labios te nombren», tanto que la comparación es hasta ofensiva. Ese disco parecía anunciar el declive en la carrera de Jaramar, empezando por las fotos de la portada y la contraportada; las del folleto son menos lastimosas, pero de la misma fotógrafa, quizás en la misma sesión, con tal cantidad de maquillaje que habría sido preferible usar una máscara o ilustrar las letras de las canciones con flores o paisajes en vez de Jaramar en ese estado, que además canta como Amparo Ochoa cuando el desgaste de la voz es más audible. Personalmente, prefiero mil veces a Jaramar que a Amparo Ochoa, y mil veces también a Jaramar que a Dolores del Río, a quien se parece en la portada.

No obstante su notable superación, «Diluvio» está muy lejos de ser perfecto, como casi lo es «Travesía», esa antología de lo mejor que grabó Jaramar entre 1993 y 2002 (2), que además contiene dos videos sorprendentes por su asombrosa calidad y por ser un regalo no anunciado en ninguna parte del álbum, cuyo aspecto gráfico muestra también el esmeradísimo cuidado con que está hecho todo. Los videos son de las canciones «Flor de azalea» y «La tortuga» y ambos tienen defectos técnicos que dan un paso atrás de la perfección que estuvo a punto de alcanzar el disco. El audio de «Flor de azalea» está viciado con gis, por no decir saturado, y al final de «La tortuga», en vez de los créditos, se repiten las primeras escenas. La copia de «La tortuga» publicada en Internet sí termina con los créditos, pero la calidad del audio es muy inferior a la del disco. Por lo demás, ese video es literalmente una maravilla: la canción, su arreglo y la voz de Jaramar, así como el exotismo erótico / erotismo exótico de las imágenes, el fascinante rostro de la cantante hace una década y la producción en general. El video de «Flor de azalea» también corresponde a la belleza de la canción, aunque Jaramar deja ver allí que a su cuerpo le urge hacer ejercicio, sobre todo al cuello y los hombros. En fin. Yo he regalado ese disco unas veces y lo he recomendado muchas otras, incontables.

«Diluvio», por su parte, a pesar de ser una obra cumbre, comete errores imperdonables, tanto en el contenido musical («La última palabra», ejemplo que he referido hasta la náusea) como en los créditos a sus autores. Significativamente, los créditos por las dos canciones del Istmo oaxaqueño que incluye el disco son omisos. Si esto sucede tratándose del Istmo, con el que uno tiene más familiaridad que con la Galicia medieval, difícilmente se puede confiar en los demás créditos. Después de confirmar la falta de rigor con que Jaramar maneja cualquier información y después de leer su pretendida excusa ("soy música, no investigadora"), ¿qué credibilidad queda en las referencias de toda la música antigua que ha grabado sin investigar, que halló por casualidad o milagro?

A cambio de precisión en nada, los folletos de los discos, tanto como los sitios web de la cantante, compositora y artista plástica (salvo el de hi5, tal vez porque ella lo hace), contienen una traducción al inglés, por lo menos de una línea, expresión intelectual de gente -dicho sea en buen mexicano- mamona. ¿Dónde quedó la sencillez?

En «Diluvio» no bastó con que Jaramar y colaboradores desarreglaran «La última palabra» explícitamente inspirados en "un cabaret de tercera a las cuatro de la mañana" (¿o era un cabaret de cuarta a las tres de la mañana?... lo pregunto porque reproducir un ambiente así ha de ser más difícil), aun sabiendo que los zapotecos del Istmo se despiden de sus muertos con esa canción (¿o lo ignoraban?... no creo). Tampoco bastó con el efecto electroacústico pa' que sonara más raspa, más de rompe y rasga (el arreglo para los conciertos no incluye dicho efecto, pero tiene la misma armonía). Tampoco bastó con omitir los créditos al autor de la canción ("tradicional" es una palabra muy útil para cubrir carencias de conocimiento o cuidado sin detrimento del tono "intelectual" o "culto"). Como no bastaba con todo eso, el remake prostibulario de «La última palabra» abre «Diluvio». Jaramar dice que sacó la canción del disco «Suenen tristes instrumentos - Cantos y música sobre la muerte», editado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, pero se niega a contestarme si alteró la letra o no (es obvio que no he podido escuchar ese disco). Lo seguro es que su versión letrística tampoco es como se canta en Juchitán (a la memoria y las pruebas me remito). Además de la insistente falta de rigor, insistentemente señalada, aquí vemos una múltiple falta de respeto: al pueblo zapoteco del Istmo y sus tradiciones relacionadas con la muerte, al autor de la canción, al público y -de principio a fin- al prestigio de Jaramar.

"¡Eso ya no se puede cambiar!". Salir con algo así también es una falta de respeto, de tacto, de sensibilidad, de inteligencia, de cultura... por parte de la enésima cantante que incluye «La Martiniana» en su repertorio y que podía ser la primera en más de cuarenta años que informara en un disco sobre el verdadero origen de la música, pero prefirió sumarse al montón, ser una más, o quizá lo fue siempre y yo apenas me entero. Total, ha de haber dicho: ¿Quién puede negar que mi versión de «La Martiniana» es personalísima? Nadie. Además, los autores ya están muertos y enterrados. ¿Quién me va a reclamar? ¿Iván Rincón? ¿Quién carajo es Iván Rincón? Su blog ha de tener menos clientela que El Convite. Perdón, quise decir público. Nadie cercano al "maestro" Henestrosa lo conoce. En cambio, todos dicen que "el poeta", entre muchas otras gracias, era músico. ¿Te cae? Pues Iván Rincón sospecha que Andrés Henestrosa no compuso la música de ninguna canción. ¡Ni una sola! Registrar como propio un trabajo anónimo es legalizar el plagio, y Henestrosa era efectivamente un maestro en ese arte.

Jaramar ha de preguntarse ahora por qué tanta inquina. ¿Por qué un admirador -tan devoto que llegó al concierto en Radio UNAM a pesar de todo- no les reclama igual a Susana Harp y Lila Downs, entre otros, por endosar «La Martiniana» al grillo no-cantor antes que ella? ¿Por qué no le reclama con el mismo encono a Lila Downs por subir a Internet videos que dicen: "La Martiniana de Lila Downs"? La respuesta es que yo sublimaba el trabajo y la carrera de Jaramar, idealizaba su personalidad, la consideraba por lo menos especial y no esperaba que tuviera fobia por todo cuanto huela a precisión, trátese de horarios o créditos, ni mucho menos desplantes oligofrénicos. Por eso disculpé la incidencia de refritos anteriores a la pésima letra con música de «La Micaela», y por eso aprendí a escuchar «Que mis labios te nombren» y «A flor de tierra».

1) Confieso que algunos dichos en «Los Diarios», en vez de crear expectativas, me predispusieron, como el que se refiere al cambio de la voz, por ejemplo, sobre todo al escuchar «Que mis labios te nombren». Y supongo que si hubiera notado en su momento la homonimia de la bitácora y el lugar de su publicación habría considerado el nombre de la primera como algo lejano a la creatividad... pero pudo más la simpatía. Sin grandes expectativas, ahora espero ver cómo concluirán esos «Diarios» o si quedarán inconclusos.

2) Tanto la portada como el disco y el folleto dicen "1992-2002" como si la colección abarcara una década y esa fuera precisamente su razón de ser, pero «Entre la pena y el gozo» nació en 1993 y, como seguiremos viendo, si algo caracteriza a Jaramar es la imprecisión.

[] Iván Rincón 7:43 PM

Diciembre 8 de 2008

Y que llega el desencanto

Tema cinco

Jaramar lucía muy hermosa en el escenario, con una blusa negra y entallada y una falda roja con negro, larga y holgada, como siempre. Su delgada figura, vista desde una posición cercana entre el público, era sorprendentemente bella, sobre todo el torso... Digo sorprendentemente porque parecía tener unas décadas menos de la edad que dicen sus fotos y porque, en lo personal, no suelen gustarme tanto como ella las mujeres demasiado esbeltas, por no decir flacas. Recuerdo que Ana Belén vestía prácticamente igual durante el concierto «El gusto es nuestro» en la Plaza de Toros México hace una década, y la mujer con quien yo iba comentó que la cantante era "muy exquisita". Jaramar también es "muy exquisita", pero más guapa que Ana Belén, aunque Ana Belén tiene un cuerpo evidentemente más ejercitado y, en consecuencia, firme. Quizá Jaramar, que al parecer no hace ejercicio, lo hizo en los días previos y eso mejoró su aspecto en esta ocasión.

Lo que yo esperaba que sucediera con la presentación "oficial" de «Diluvio» en el Lunario del Auditorio Nacional, ocurrió ayer en el Museo Diego Rivera Anahuacalli, donde tuvo lugar el Festival de Disqueras Independientes: que Jaime López acompañara a Jaramar en la canción «Río profundo». Lástima que no llevé mi ejemplar del disco para pedirle al cantautor que me dedicara esa canción. Y por segunda vez no recuerdo el prólogo de la compositora porque ni siquiera lo escuché. Ella había cantado «A lavandeira da noite» y, durante los aplausos, comenté con Vicente Marcial Cerqueda la concordancia del contenido necrófilo con los coros de la propia cantante. Al terminar en seguida «La última palabra», durante los aplausos, Vicente Marcial comentó que esa también era una canción necrófila, y respondí que más bien lo era el sentido que le había dado la tradición zapoteca del Istmo, no la canción y mucho menos como la canta Jaramar, reflexión que Vicente rebatió diciendo que la canción se refiere a la muerte, no como el punto final de la vida, sino como un punto y aparte. Al confirmar el privilegio de tener un interlocutor como él, estuve de acuerdo y entonces advertí que, mientras nos poníamos intelectuales, Jaramar había presentado «Río profundo». Pinche intelectualidad inoportuna...

Esta vez «Anda Jaleo» dejó de negar a la cantante como bailarina, que giraba y giraba quizás hasta el límite de su equilibrio, y que también bailó al ritmo de «La última palabra» en su versión para tugurio de putas alegres. Pandero en mano, golpeado a lo alto, la cantante, más bailadora y más sensual que nunca, se despidió con «Una pastora yo amí», canción sefardí no menos rítmica, a la que yo agregaría nada más algo de movimiento en las caderas. "En mi pueblo pedimos: ¡otra, otra, otra!", le dije a Chente Marcial, quien me secundó sin dejar de aplaudir hasta que tuvimos eco en el público y Jaramar regresó a seguir cantando ahora con «Morito Pititón», una pieza española demasiado bailable para ser "de cuna", a menos que se trate de que baile un bebé. Por lo visto, el tequila hace milagros como el de que hasta San Pedro baile, pensé, y este hecho me recordó uno anterior, a saber, que en Radio UNAM la cantante hablaba parsimoniosamente y eso escribí aquí. En el Lunario, en cambio, no hubo parsimonia, quizá porque dijo de memoria todo, a diferencia de Radio UNAM, en donde improvisaba.

Seguramente, Jaramar no es indiferente a cuanto escribo y publico en este blog acerca de ella, pero creo que ha perdido interés en nuestra polémica sobre la autoría de las canciones que graba. "¡Eso ya no se puede cambiar!", espetó cuando le dije que Andrés Henestrosa no había compuesto la música de «La Martiniana». En otras palabras: "Ya deja de chingarme con tus quisquillosidades". Y, en otras palabras: "Si el disco ya está a la venta, ¿qué me importa de quién carajo es la música de esa canción? Si el disco ya está a la venta, ¿qué le importa al público quién es el verdadero autor?". Su reacción irreflexiva, por no decir irracional, contrastó drásticamente con la charla que habíamos tenido minutos antes Vicente y yo. En esa charla, resultó acertada mi sospecha de que Andrés Henestrosa, como buen priista, era una persona deshonesta y, en este caso, había compuesto una letra (para mi gusto, muy mala) que encajara con la música de «La Micaela», un son istmeño anónimo cuya letra original en diidxazá habla de una pareja de campesinos que, debido a su pobreza, no puede asistir a la Fiesta del Cuarto Viernes en Chihuitán, pero al año siguiente, gracias a la buena cosecha, realiza ese sueño. El tema no tiene relación alguna con la conocidísima letra de Andrés Henestrosa, quien registró «La Martiniana» como si fuera suya tanto la letra como la música. En los hechos, se trata pues de un vil plagio. Y ahora los tontos, los despistados, los que no investigan porque son artistas y la investigación no es su campo y creen que su ética está exenta de rigor, los que se van con la finta porque es más fácil y más cómodo creer una mentira mil veces repetida que descreer, desconfiar, tener dudas y salir de ellas indagando un poco, llaman "poeta" al principal protagonista de las grillas políticas para "reconocer" los derechos indígenas en México agregando un párrafo al artículo cuarto constitucional.

A fin de cuentas, Jaramar decidió hacer lo mismo que Lila Downs y Susana Harp, al cabo antes lo hicieron otros. Dice Jaramar entre sus respuestas a mis alusiones: "Y con respecto a La Martiniana, sé bien por gente cercana a él que Henestrosa era poeta, ensayista, narrador, historiador, periodista y compositor de canciones. En muchas fuentes él aparece como el único autor de La Martiniana. Al revisar los textos me hice el mismo cuestionamiento y consideré el ponerlo únicamente como autor de la letra dejando la música como tradicional, pero al saberlo compositor no solo de esa, sino de más canciones, decidí darle todo el crédito". ¡Qué inteligencia! Henestrosa fue también diputado y senador priista, le dije a Jaramar. No hacía uso de la palabra en tribuna, pero bien que grillaba y no podía ser de otro modo porque era el presidente de la Comisión de Asuntos Indígenas en la Cámara baja, como la llaman, cuando el PRI chantajeó al PRD hasta convertirlo en el principal defensor de un proyecto originalmente priista de adición constitucional. Ignorar esos hechos o, peor aún, conocerlos y pasarlos por alto, equivale a decir que Eraclio Zepeda es un escritor sobre la marimba, cuando en realidad es un traidor, represor, asesino... que antes fue aviador en Radio UNAM, donde se apersonaba nada más para cobrar, lo que hizo también su émulo Macario Matus al presentarse como director de la Casa de la Cultura de Juchitán, viviendo en la Ciudad de México durante siete años consecutivos. Macario Matus, por cierto, se refiere a «Cantos de vida y muerte en el Istmo oaxaqueño» como "mi disco", cuando en realidad no hizo más que la transcripción de los textos en diidxazá y su traducción al español (si es que lo hizo él). Según Vicente Marcial, que dirigió la Casa de la Cultura de Juchitán durante los siete años en que Macario Matus le robó el sueldo dedicándose a una actividad parasitaria que llamaba "promoción cultural", la traducción de dichos textos al español es correcta, pero no su transcripción.

Vicente Marcial Cerqueda es una de las máximas autoridades en el estudio y la difusión del diidxazá. Casualmente, al reunirnos en el Museo Diego Rivera, tenía dos días de haber muerto Velma B. Pickett, coautora del libro «Gramática popular del zapoteco del Istmo», editado por el Centro de Investigación y Desarrollo Binnizá y el Instituto Lingüístico de Verano. Los otros autores son Cheryl Black y Vicente Marcial, quienes pueden considerarse ahora como los herederos del conocimiento al respecto... Así como no ignoro la calaña de gente como Andrés Henestrosa, Eraclio Zepeda y Macario Matus (este último personaje es de tan poca monta que le hago un favor al mencionarlo aquí), tampoco ignoro que el Instituto Lingüístico de Verano es un instrumento de penetración imperialista, pero el mérito de Vicente ha sido expropiar el conocimiento acumulado y sistematizado académicamente para difundirlo a nivel universal, sobre todo entre el paisanaje zapoteco del Istmo oaxaqueño y en especial de Juchitán.

Después de la digresión, volvamos a Jaramar. "¡Eso ya no se puede cambiar!". ¿No se puede? Minutos antes de su exabrupto, yo le había pedido que me dedicara dos discos y una foto. Uno de los discos es «Entre la pena y el gozo», el primero que grabó como solista. "¿Aquí está bien?", me preguntó. "Donde quieras", le respondí. "Tú conoces mejor que yo el folleto; pon la dedicatoria en donde la escribías cuando presentabas el disco". Entonces era distinto, mi dijo; cambió con las siguientes ediciones. ¡Sí se pudo, sí se pudo! Y ahora el nivel de audio es inferior al de cualquier otro; aun así, el gozo vale la pena... Pregunté si no habían llevado más discos, aparte de «Diluvio», y contestó que no, pero que podía comprarlos en las tiendas. Allí compré los que estaba dedicándome. ¿No era obvio? Algo anda mal aquí, pensé. Algo llamado ánimo o directamente relacionado. Le dije lo mismo que le había escrito y que, por lo visto, no leyó: que tendría el honor de presentarle a Vicente Marcial, pero ella no tenía tiempo para eso; en cuanto terminara de dar autógrafos, se iría corriendo. Al ver, oír y sentir su prisa, entendí que esa parte de su trabajo era la que hacía con menos gusto, si no es que de plano la detestaba.

Además de Vicente, alguien con algo de sabio a quien tengo el privilegio de contar entre mis amigos es Gustavo García, el crítico de cine, aunque una vez le reclamé por ser inaccesible. "Es que así me cotizo", bromeó, y hoy pienso en esa broma como una triste verdad: hay gente que se cotiza impidiendo el acceso a su círculo. Por vía escrita, Jaramar era sorprendentemente accesible y eso la hacía fascinante, pero en persona resultó sorprendentemente inaccesible, además de tener desplantes sorprendentes, y eso es decepcionante. En lugar de la sencillez o humildad que yo creía encontrar en ella, algunas de sus respuestas más recientes expresan esa especie de soberbia que se resume con una frase banquetera: "así soy y qué".

La conductora del festival, al término de la presentación de Jaramar, dijo que la cantante estaría disponible en la entrada para quienes quisiéramos estrechar su mano, pedirle un abrazo, un beso o un autógrafo. Yo confundí su disponibilidad con disposición y le pedí tres dedicatorias (todo un abuso), pero por segunda vez algo me dejó una sensación de frustración y después caí en la cuenta de que no bastaba con que nuestras voces y miradas se comunicaran; faltaba el contacto físico. De haberlo pensado a tiempo, además de pedirle que escribiera la dedicatoria sobre la foto y no al margen porque planeaba publicarla exactamente aquí, le habría dado la mano para que ella me diera la suya y las estrecháramos. Pero salir con que "¡eso ya no se puede cambiar!" es el corolario de un conjunto de hechos y dichos que debería decepcionarme absolutamente de una vez para que no venga después el desengaño que suelo padecer cuando cometo el error de idealizar a una mujer porque su voz me seduce. En este caso, no era únicamente la voz...

Una amiga que leyó en hi5 mi reclamo a Jaramar por decirme tres o cuatro horas distintas de su concierto en Radio UNAM, comentó en privado: "Nunca había visto a ninguna cantante hacer tanto para evitar que cierta persona vaya a uno de sus conciertos". Quizá lo hizo inconscientemente, pero lo hizo y reincidió, por ejemplo, al anunciar su reciente presentación en El Convite, con el agravante de que el cartel publicitario citaba a las ocho de la noche para que el "público" llegara una hora antes a consumir... Mañas por el estilo abundan allí, en donde Jaramar se presenta, según ella, por un afán de cercanía con el público (para el dueño es clientela), afán que se agradece, pero el desprestigio del lugar no le hace ningún favor, como tampoco se lo hace la imprecisión de los horarios, ni de los créditos a los autores de las canciones que integran su repertorio, que no son un tema aparte, sino parte del mismo síndrome. Y yo me pregunto ahora: ¿la cercanía con el público en lugares como El Convite será tan íntima y cálida como la de Jaramar disponible, después de un concierto, para los que quieran estrechar su mano, darle un beso y un abrazo o pedirle un autógrafo?

Hace poco, Los Hermanos Rincón se desintegraron por enésima y última vez. Duraron 37 años y no recuerdo que mi papá saliera corriendo nunca de ningún lado, aunque dice cansarse más dando autógrafos que la función (¿será porque los autógrafos ocurren después de la función?) y tiene por lo menos quince años más que Jaramar, un infarto al miocardio y cáncer en la piel, entre otras desgracias. Cuando le preguntaron en una entrevista qué era lo peor en México para niños, respondió que Cepillín, porque se rodeaba de guaruras para protegerse de los niños antes y después de sus presentaciones, al cabo de las cuales salía huyendo. "¡No dejad que los niños se acerquen a mí!"

Crear una imagen con prestigio cuesta mucho tiempo y esfuerzo, pero basta con un desplante para arrancarla de raíz y dejarla en el suelo. Por eso se llama desplante. Finalmente, es a ras de suelo en donde se conoce a la gente, en el cuerpo a cuerpo, como dice mi ídolo Serrat, que si alguna vez ha tenido un exabrupto imperdonable, yo sigo sin enterarme. Por escrito, uno puede inventarse, crear una imagen falsa, que decepciona en persona, como las locutoras que seducen a uno con su voz y su cultura, y después resulta que, además de estar feas, son ignorantes y estúpidas, o absolutamente inaccesibles, como Paty Kelly, porque así se cotizan.

Quizás es demasiado cachondeo suponer que Jaramar se esforzó por bailar más y mejor después de leer este blog, es decir, que fue causa y efecto. Si así fuera, cambiaría muchas cosas más, entre ellas, a su sonidista, si acaso es el mismo que dejó en último plano la voz al principio de sus conciertos, tanto en el Lunario como en el Museo. Cambiar todo lo que debería cambiar es demasiado pedir, así que mejor me desengaño, dejo de idolatrarla y engañar también a otros. En su momento, la obsesión me hizo bien, pero ya chole... Volveré al tema para ponerle fin en una próxima entrega. Por hoy es todo.

[] Iván Rincón 6:42 PM